Relato clásico sobre apariciones fantasmales del alemán E.T.A Hoffmann (1776-1822) Representante de la corriente blanca de la literatura fantástica que tiende hacia lo maravilloso y poético, de ambientes brumosos y melancólicos extraídos principalmente de la tradición oral germánica. Presenta un narrador testigo que nos brinda detalles valiosos y sostiene el misterio hasta el final. Les dejo un clásico para iniciar estas Lecturas Imprescindibles.
A.A.C.
Cipriano se puso de pie y empezó a pasear, según costumbre, siempre que su ser estaba embargado por algo muy importante y trataba de expresarse ordenadamente, y recorrió la habitación de un extremo a otro.
A.A.C.
Cipriano se puso de pie y empezó a pasear, según costumbre, siempre que su ser estaba embargado por algo muy importante y trataba de expresarse ordenadamente, y recorrió la habitación de un extremo a otro.
Los amigos se sonrieron en silencio. Se podía
leer en sus miradas: «¡Qué cosas tan fantásticas vamos a oír!» Cipriano
se sentó y empezó así:
—Ya saben que hace algún tiempo, después de la última campaña,
me hallaba en
las posesiones del Coronel de P... El Coronel era un hombre alegre y jovial, así
como su esposa era la tranquilidad y la ingenuidad en persona.
Mientras yo permanecía allí, el hijo se encontraba en
la armada, de modo que la familia se componía del matrimonio, de dos hijas y de
una francesa que desempeñaba el cargo de una especie de gobernanta, no obstante
estar las jóvenes fuera de la edad de ser gobernadas. La mayor era tan alegre y
tan viva que rayaba en el desenfreno, no carente de espíritu; pero apenas podía
dar cinco pasos sin danzar tres contradanzas, así como en la conversación
saltaba de un tema a otro, infatigable en su actividad. Yo mismo presencié cómo
en el espacio de diez minutos hizo punto... leyó..., cantó..., bailó, y que en
un momento lloró por el pobre primo que había quedado en el campo de batalla y
aún con lágrimas en los ojos prorrumpió en una sonora carcajada, cuando la
francesa echó sin querer la dosis de rapé en el hocico del faldero, que al punto
comenzó a estornudar, y la vieja a lamentarse: «Ah, che fatalità! Ah carino, poverino!» Acostumbraba a hablar al
susodicho faldero sólo en italiano, pues era oriundo de Padua.
Por lo demás, la señorita era la rubia más
encantadora que podía imaginarse,
y en todos sus extraños caprichos dominaba la amabilidad y la gracia, de
manera
que ejercía una fascinación irresistible, como sin querer. La hermana
más joven,
que se llamaba Adelgunda, ofrecía el ejemplo contrario. En vano trato de
buscar
palabras para expresarles el efecto maravilloso que causó en mí esta
criatura la
primera vez que la vi. Imaginen la figura más bella y el semblante más
hermoso.
Aunque una palidez mortal cubría sus mejillas, y su cuerpo se movía
suavemente, despacio, con acompasado andar, y cuando una palabra apenas
musitada salía de sus labios entreabiertos y resonaba en el amplio
salón, se sentía uno estremecido por un miedo fantasmal.
Pronto me sobrepuse a esta sensación de terror, y como pudiese entablar
conversación con esta muchacha tan reservada, llegué a la conclusión de que lo
raro y lo fantasmagórico de su figura sólo residía en su aspecto, que no dejaba
traslucir lo más mínimo de su interior. De lo poco que habló la joven se dejaba
traslucir una dulce feminidad, un gran sentido común y un carácter amable. No
había huella de tensión alguna, así como la sonrisa dolorosa y la mirada
empañada de lágrimas no eran síntoma de ninguna enfermedad física que pudiera
influir en el carácter de esta delicada criatura.
Me resultó muy chocante que toda la familia, incluso la vieja francesa,
parecían inquietarse en cuanto la joven hablaba con alguien, y trataban de
interrumpir la conversación, y, a veces, de manera muy forzada. Lo más raro era
que, en cuanto daban las ocho de la noche, la joven primero era advertida por la
francesa y luego por su madre, por su hermana y por su padre, para que se
retirase a su habitación, igual que se envía a un niño a la cama, para que no se
canse, deseándole que duerma bien. La francesa la acompañaba, de modo que ambas
nunca estaban a la cena que se servía a las nueve en punto.
La Coronela, dándose cuenta de mi asombro, se anticipó a mis preguntas,
advirtiéndome que Adelgunda estaba delicada, y que sobre todo al atardecer y a
eso de las nueve se veía atacada de fiebre y que el médico había dictaminado que
hacia esta hora, indefectiblemente, fuera a reposar.
Yo sospeché que había otros motivos, aunque no tenía la
menor idea. Hasta hoy no he sabido la relación horrible de cosas y
acontecimientos que destruyó de un modo tan tremendo el círculo feliz de esta
pequeña familia.
Adelgunda era la más alegre y la más juvenil
criatura que darse pueda. Se
celebraba su catorce cumpleaños, y fueron invitadas una serie de
compañeras
suyas de juego. Estaban sentadas en un bello bosquecillo del jardín del
palacio
y bromeaban y se reían, ajenas a que iba oscureciendo cada vez más, a
que las
escondidas brisas de julio comenzaban a soplar y que se acababa la
diversión. En
la mágica penumbra del atardecer empezaron a bailar extrañas danzas,
tratando de
fingirse elfos y ágiles duendes: «Óiganme —gritó Adelgunda, cuando acabó
por
hacerse de noche en el boscaje—, óiganme, niñas, ahora voy a aparecerme
como la
mujer vestida de blanco, de la que nos ha contado tantas cosas el viejo
jardinero que murió. Pero tienen que venir conmigo hasta el final del
jardín,
donde está el muro.» Nada más decir esto, se envolvió en su chal blanco y
se
deslizó ligerísima a través del follaje, y las niñas echaron a correr
detrás de
ella, riéndose y bromeando. Pero, apenas hubo llegado Adelgunda al arco
medio
caído se quedó petrificada y todos sus miembros paralizados. El reloj
del palacio tocó las nueve: «¿No ven —exclamó Adelgunda con el tono
apagado
y cavernoso del mayor espanto—, no ven nada..., la figura... que está
delante de
mí? ¡Jesús! Extiende la mano hacia mí... ¿no la ven?»
Las niñas no veían lo más mínimo, pero todas se quedaron sobrecogidas por el
miedo y el terror. Echaron a correr, hasta que una que parecía la más valiente
saltó hacia Adelgunda y trató de cogerla en sus brazos. Pero en el mismo
instante Adelgunda se desplomó como muerta. A los gritos despavoridos de las
niñas, todos los del palacio salieron apresuradamente. Cogieron a Adelgunda y la
metieron dentro. Despertó al fin de su desmayo y refirió temblando que, apenas
entró bajo el arco, vio ante ella una figura aérea, envuelta como en niebla, que
le alargaba la mano.
Como es natural, se atribuyó la aparición a la extraña confusión que produce
la luz del anochecer. Adelgunda se recobró la misma noche, de tal modo, que no
se temieron consecuencias algunas, y se dio el asunto por terminado. ¡Y, sin
embargo, qué diferente fue! A la noche siguiente, apenas dieron las nueve
campanadas, Adelgunda, presa de terror, en mitad de los amigos que la rodeaban,
empezó a gritar: «¡Ahí está, ahí está! ¿No la ven? ¡Ahí está, enfrente de mí!»
Baste saber que desde aquella desgraciada noche, apenas sonaban las nueve,
Adelgunda volvía a afirmar que la figura estaba delante de ella y permanecía
algunos segundos, sin que nadie pudiese ver lo más mínimo, o por alguna
sensación psíquica pudiese percibir la proximidad de un desconocido principio
espiritual.
La pobre Adelgunda fue tenida por loca, y la familia se avergonzó, por un
extraño absurdo, del estado de la hija, de la hermana. De ahí aquel raro
proceder, al que ya he hecho alusión. No faltaron médicos ni medios para librar
a la pobre niña de una idea fija, que así llamaban a la aparición, pero todo
fue en vano, hasta que ella pidió, entre abundantes lágrimas, que la dejasen,
pues la figura que se le aparecía con rasgos inciertos e irreconocibles, no
tenía nada de terrorífico, y no le producía ya miedo; incluso tras cada aparición
tenía la sensación de que en su interior se despojase de ideas y flotase como
incorpórea, debido a lo cual padecía gran cansancio y se sentía enferma.
Finalmente, la Coronela trabó conocimiento con un célebre médico, que estaba en
el apogeo de su fama, por curar a los locos de manera sumamente artera (mediante
ardides muy ingeniosos). Cuando la Coronela le confesó lo que le sucedía a la pobre Adelgunda, el
médico se rió
mucho y afirmó que no había nada más fácil que curar esta clase de locura, que
tenía su base en una imaginación sobreexcitada. La idea de la aparición del
fantasma estaba unida al toque de las nueve campanadas, de forma que la fuerza
interior del espíritu no podía separarlo, y se trataba de romper desde fuera esta unión. Esto era muy
fácil, engañando a la joven con el tiempo y dejando que transcurriesen las
nueve, sin que ella se enterase. Si el fantasma no aparecía, ella misma se daría
cuenta de que era una alucinación y, posteriormente, mediante medios físicos
fortalecedores, se lograría la curación completa.
¡Se llevó a efecto el desdichado consejo! Aquella noche se atrasaron una hora
todos los relojes del palacio, incluso el reloj cuyas campanadas resonaban
sordamente, para que Adelgunda, cuando se levantase al día siguiente, se
equivocase en una hora. Llegó la noche. La pequeña familia, como de costumbre,
se hallaba reunida en un cuartito alegremente adornado, sin la compañía de
extraños. La Coronela procuraba contar algo divertido, el Coronel empezaba,
según costumbre cuando estaba de buen humor, a gastar bromas a la vieja
francesa, ayudado por Augusta, la mayor de las señoritas. Todos reían y estaban
alegres como nunca.
El reloj de pared dio las ocho (y eran las nueve) y, pálida como la muerte,
casi se desvaneció Adelgunda en su butaca... ¡la labor cayó de sus manos!
Se levantó, entonces, el tenor reflejado en su semblante, y mirando fijamente el
espacio vacío de la habitación, murmuró apagadamente con voz cavernosa: «¿Cómo?
¿Una hora antes? ¡Ah! ¿No lo ven? ¿No lo ven? ¡Está frente a mí, justo frente
a mí!» Todos se estremecieron de horror, pero como nadie viese nada, gritó la
Coronela: «¡Adelgunda! ¡Repórtate! No es nada, es un fantasma de tu mente, un
juego de tu imaginación, que te engaña, no vemos nada, absolutamente nada. Si
hubiera una figura ante ti, ¿acaso no la veríamos nosotros?... ¡Repórtate,
Adelgunda, repórtate!» «¡Oh, Dios...! ¡Oh, Dios mío —suspiró Adelgunda—, van a
volverme loca! ¡Miren, extiende hacia mí el brazo, se acerca... y me hace
señas!» Y como inconsciente, con la mirada fija e inmóvil, Adelgunda se volvió,
cogió un plato pequeño que por casualidad estaba en la mesa, lo levantó en el
aire y lo dejó... y el plato, como transportado por una mano invisible, circuló
lentamente en torno a los presentes y fue a depositarse de nuevo en la mesa.
La Coronela y Augusta sufrieron un profundo desmayo, al que siguió un ataque
de nervios. El Coronel se rehízo, pero pudo verse en su aspecto trastornado el
efecto profundo e intenso que le hizo aquel inexplicable fenómeno.
La vieja francesa, puesta de rodillas, con el rostro hacia tierra, rezando,
quedó libre como Adelgunda, de todas las funestas consecuencias. Poco tiempo
después la Coronela murió. Augusta se sobrepuso a la enfermedad, pero hubiera
sido mejor que muriese antes de quedar en el estado actual. Ella, que era la juventud en persona, como ya
les
describí al principio, se sumió en un estado de locura tal que me parece todavía
más horrible y espeluznante que aquellos que están dominados por una idea fija.
Se imaginó que ella era aquel fantasma incorpóreo e invisible de Adelgunda, y
rehuía a todos los seres humanos, o se escondía en cuanto alguien comenzaba a
hablar o a moverse. Apenas se atrevía a respirar, pues creía firmemente que de
aquel modo descubría su presencia y podía causar la muerte a cualquiera. Le
abrían la puerta, le daban la comida, que escondía al tomarla, y así,
ocultamente, hacía con todo. ¿Puede darse algo más penoso?
El Coronel, desesperado y furioso, se alistó en la nueva campana de guerra.
Murió en la batalla victoriosa de W... Es notable, muy notable, que desde
aquella noche fatal, Adelgunda quedó libre del fantasma. Se dedica por entero a
cuidar a su hermana enferma, y la vieja francesa la ayuda en esta tarea. Según
me ha dicho hoy Silvestre, el tío de las pobres niñas, acaba de llegar para
consultar con nuestro buen R... acerca del método curativo que debe emplearse
con Augusta. ¡Quiera el Cielo facilitar esta improbable curación!
Cipriano calló y también los amigos permanecieron en silencio. Finalmente,
Lotario exclamó: «¡Esta sí que es una condenada historia de fantasmas! ¡Pero no
puedo negar que estoy temblando, a pesar de que todo el asunto del plato volante
me parece infantil y de mal gusto!» «No tanto —interrumpió Ottomar—, no tanto,
¡querido Lotario! Bien sabes lo que pienso acerca de las historias de fantasmas,
bien sabes que estoy en contra de todos los visionarios.»
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